domingo, 23 de noviembre de 2008

El Código Da Bici

El día amaneció con un cielo como el de las fotos en blanco y negro de finales de los sesenta. Sin duda, uno de esos domingos en los que un bicicletero desearía ser una persona normal, como el común de los mortales. Levantarse a la hora que el cuerpo dictaminase, ir a buscar unos churricos y, de paso, comprar el Heraldo, para regalarse un merecido desayuno, ajeno a las impertinentes calorías. Un testarudo dolor de piernas, recuerdo de la carrera disputada el día anterior por la tarde, incitaba aún más a quedarse en la cama, desoyendo el insistente reclamo del despertador. Uno de esos domingos en los que deseas que el cielo cumpla lo que promete su color. Pero no fue así y se dio la rutina de todos los domingos que no hay competición: salida desde la Plaza de España de la capital zaragozana con uno de los grupos más numerosos de la ciudad. El recorrido, no podía ser de otra forma, no era el más apropiado para soltar piernas después del esfuerzo de la tarde anterior. Más bien, todo lo contrario. El cruce de Sierra Luna, lejos de tonificar las maltrechas piernas, regalaba en cada uno de sus repechos una buena dosis de ácido láctico que iba presto a acumularse, generosamente, en los músculos rebosantes del mismo.

Como quiera que el día no aconsejaba a hacer grandes paradas, menos aún después de una sofocante subida al puerto de Sierra Luna, algunos decidimos no parar y seguir hacia Villanueva de Gállego, volviendo a Zaragoza por Peñaflor. La cercanía del hogar y el ya inminente final del entrenamiento, invitaron a hacer la obligatoria parada para el café en esta última población, famosa por la majestuosa torre mudéjar de su iglesia parroquial. Gerardo, ilustre carajillo, en un gesto de desinteresada colectividad, se ofreció a amarrar con su candado todas las bicicletas de los compañeros de grupo. Una sirga extensible con un candado en un extremo, el cual se liberaba merced a una combinación numérica, se presumía el método más fiable contra los amigos de lo ajeno.


El ratico del café discurrió de una manera distendida, máxime cuando sólo restaba una escasa media hora de entrenamiento que convertiríamos en un suave paseo que serviría para soltar piernas. Concluida la charradica y tras pagar las consumiciones, por supuesto, abandonamos el bar. Cuando nos disponíamos a montar sobre nuestras jacas de carbono, advertimos cómo el dueño del sistema antirrobo se demoraba en soltar la amarra. Impacientes, inquirimos el motivo de la tardanza. Titubeando, mientras manipulaba las ruedecillas del candado, haciéndolas rotar hacia un lado y otro, acertó a reconocer que había olvidado el número de la combinación. Lo que en principio fue motivo de chanza, pues pensábamos que era una broma, convirtiose en preocupación ante la incertidumbre de no saber cómo separar nuestras bicicletas. Inútilmente, cada uno intentó solucionar el entuerto sugiriendo fórmulas o recursos nemotécnicos que pudieran dar con la clave. En estas cuitas estábamos, cuando, de repente, Gerardo, haciendo gala de una flema que para sí quisieran muchos ingleses, se quitó parsimoniosamente la zapatilla ante el estupor de los allí presentes. Hurgó por el interior de la misma, buscando algo bajo la lengüeta, hasta que acertó a ver una etiqueta con un número serigrafiado que venía a ser una suerte de número de serie o de modelo. Tras leer el misterioso número, buscó en las ruletas del candado los mismos signos que había descubierto en el pequeño pergamino cosido al interior de su calzado y, ante nuestros incrédulos ojos, el candado se abrió, liberando los tubos horizontales de nuestras máquinas de sufrir. Unos instantes de silencio sucedieron a tan curioso hecho, para dar paso a todo tipo de comentarios relativos a la resolución del misterio.