El tiempo, azote de nostálgicos, modela las cosas a su antojo y las reinventa caprichosamente. El culto al ocio tuvo a bien celebrar oficios entre semana, cuando antaño sólo los días colorados del calendario eran fiesta de guardar. Así, aquellos feligreses de barrigas delatadas sin pudor por ceñidos maillots, vieron como éstas iban desapareciendo bajo las lycras y las otrora velludas piernas, se volvían tersas palancas capaces de hacer girar las bielas de la bicicleta hasta la extenuación.
La comparsa que sucedía al coche se antojaba demasiado tediosa para unos deportistas prestos para mayores empresas. Las ruedas delanteras de sus bicicletas pugnaban por acercarse al vehículo que encabezaba la comitiva. Los gritos instando al conductor a aumentar la velocidad se sucedían. Aquellas situaciones que se iban generalizando, llevaron a optar por dejar zonas libres de la censura que imponía el coche de la organización. En ellas, se podía dar rienda suelta a todo el potencial acumulado y represado durante kilómetros. Con el tiempo, estos tramos se ubicaron en los puntos más estratégicos de la ruta que solía coincidir con el puerto del lugar o la subida más característica. Aquel que imponía su ley sobre el resto de los que ahora eran considerados como rivales, era obsequiado con un trofeo digno de los más altos éxitos deportivos. El resto de acólitos recibían también sus pequeños y brillantes retazos de gloria al culminar la jornada.
Y en esas estamos. Sirva lo anterior para glosar a grandes rasgos el devenir de las ahora mal llamadas marchas cicloturistas, a tenor del origen etimológico del término. A la luz del mismo, "ciclo" (relativo al movimiento de la rueda de la bicicleta) y "turismo" (afición a viajar), convendrán conmigo que poco o nada tiene que ver con lo que hacemos hoy en día en la mayoría de estas pruebas. Si realmente creemos que lo que hacemos se ajusta al espíritu intrínseco del cicloturismo, no debería molestarnos que un participante en la Quebrantahuesos, por citar un ejemplo, se agarrase a un vehículo para hacer más placentera su ascensión al Portalet o que tras cargar en el maletero su bicicleta, se subiera él mismo a dicho vehículo en las primeras estribaciones del Marie Blanque, para reanudar la marcha velocipédica después del tan temido puerto francés. Se supone que estamos haciendo turismo sobre bicicleta, cada cual a su manera, con lo que debería ser respetable que alguien que no quiere pasar más calamidades de las necesarias, pudiera optar por algunas alternativas que dulcificasen su lúdica jornada, de igual manera que hay turistas que prefieren ir hasta un monumento andando y otros en autobús.
El Carajillo Alegre sabe que no es así. Que el tema da para megas de memoria en foros y horas de café en debates de barra de bar.
También es digno de comentario la evolución de la actitud de los ciclistas de competición, también llamados corredores, ante este tipo de manifestaciones ciclistas. Antaño ver a corredores aficionados, los que hoy son denominados elite/sub-23, en las cicloturistas era muy difícil o casi imposible, si se trataba de los de más alto nivel. No hace muchos años, con motivo del nacimiento de las “cicloturistas competitivas”, los aficionados que militaban en equipos de renombre, tenían prohibido por sus directores participar en las mismas. No estaba bien visto. Con el tiempo, fueron tomando parte a escondidas, camuflados bajo maillots desconocidos que indujeran al despiste, hasta llegar a nuestros días, donde la victoria en la Quebrantahuesos constituye el objetivo máximo de élites de renombre que luego son reconocidos no por su triunfo en la Vuelta a Tenerife, por ejemplo, si no por su hazaña en una cicloturista multitudinaria.
El futuro está aquí al lado. Dicen que agazapado a la vuelta de la siguiente esquina. El Carajillo Alegre, antes de llegar a ella, se aventura a adivinar qué sostiene en su regazo. No tardaremos en ver cicloturistas profesionales ... ¡Vaya!, ya se habían adelantado ustedes... ¿cómo?, ¿que ya los hay? ... en fin, nos iremos a hacer rodillo que está lloviendo.