Tenía poco más de nueve años cuando participé en mi primera competición ciclista. Se trataba de una Carrera de Cintas. Este tipo de eventos eran fijos en cualquier fiesta infantil que se preciase, por lo menos en mi pueblo. Con motivo de las fiestas de los distintos barrios de la localidad, se celebraban fiestas infantiles que constaban de diversos actos como carreras de sacos, cucañas, el popular juego de encontrar, sin ayuda de las manos, una moneda en una bandeja llena de harina, ... pero el acto estelar era la carrera de cintas.
Para quien no conozca esta especialidad, diré que se celebra en un circuito urbano, normalmente el recorrido se limita a la vuelta a una manzana y la línea de meta está identificada, en lugar de por una pancarta, por un listón de madera unido en sus extremos a sendas cuerdas que sujetan los que vendrían a ser los jueces árbitros. A dicho listón, se cuelgan, mediante chinchetas, cierta cantidad de cintas de colores rematadas en su extremo inferior por una anilla de unos dos centímetros de diámetro. El objetivo de los participantes es hacerse con el máximo número de cintas, para lo cual, emplearán un utensilio fino y lo más recto posible que deberán introducir por el orificio de la anilla. Lo más común es utilizar un lápiz o un bolígrafo. Una vez acabada la competición, los corredores proceden a cobrar un premio en metálico por cada una de las cintas conseguidas.
Como quiera que Graus cuenta con cierto número de barrios, rara era la temporada que no se llegaban a organizar, por lo menos, hasta tres carreras de cintas. Pero sin duda, la más prestigiosa era la de las fiestas del Barrichós, por cuanto el recorrido estaba jalonado por el repecho de la calle de Casa El Fornero que se convertía en el juez de la carrera. Dado que las máquinas que usábamos no estaban diseñadas para semejantes dificultades orográficas, las imágenes que deparaba este punto del circuito bien se podrían asemejar perfectamente a las que presenciamos en ocasiones en algunos de los muros del Tour de Flandes. Una vez superado el obstáculo, nos dirigíamos raudos hacia la Placeta Coreche, donde descendíamos hacia la curva que desembocaba en la recta de meta. A medida que nos acercábamos a las cintas, disminuíamos nuestra velocidad hasta casi realizar una suerte de surplace, con el fin de tener el pulso firme y la puntería necesaria para hacer pasar la punta del lápiz por la arandela. Los jueces árbitros tensaban más o menos las cuerdas para adecuar la altura de las cintas a la de los competidores, pues la prueba era de carácter open y competíamos todas las categorías juntas. De pie sobre los pedales de nuestra bicicleta, a ínfima velocidad, intentábamos cumplir con nuestro objetivo, mas cuando pasábamos por debajo de las cintas, metíamos el lápiz entre los dientes y esprintábamos a tope para volver a estar, cuanto antes, de nuevo frente a ellas e intentar de nuevo nuestro objetivo. Por supuesto, la prueba finalizaba cuando se terminaban las cintas.
Como quiera que Graus cuenta con cierto número de barrios, rara era la temporada que no se llegaban a organizar, por lo menos, hasta tres carreras de cintas. Pero sin duda, la más prestigiosa era la de las fiestas del Barrichós, por cuanto el recorrido estaba jalonado por el repecho de la calle de Casa El Fornero que se convertía en el juez de la carrera. Dado que las máquinas que usábamos no estaban diseñadas para semejantes dificultades orográficas, las imágenes que deparaba este punto del circuito bien se podrían asemejar perfectamente a las que presenciamos en ocasiones en algunos de los muros del Tour de Flandes. Una vez superado el obstáculo, nos dirigíamos raudos hacia la Placeta Coreche, donde descendíamos hacia la curva que desembocaba en la recta de meta. A medida que nos acercábamos a las cintas, disminuíamos nuestra velocidad hasta casi realizar una suerte de surplace, con el fin de tener el pulso firme y la puntería necesaria para hacer pasar la punta del lápiz por la arandela. Los jueces árbitros tensaban más o menos las cuerdas para adecuar la altura de las cintas a la de los competidores, pues la prueba era de carácter open y competíamos todas las categorías juntas. De pie sobre los pedales de nuestra bicicleta, a ínfima velocidad, intentábamos cumplir con nuestro objetivo, mas cuando pasábamos por debajo de las cintas, metíamos el lápiz entre los dientes y esprintábamos a tope para volver a estar, cuanto antes, de nuevo frente a ellas e intentar de nuevo nuestro objetivo. Por supuesto, la prueba finalizaba cuando se terminaban las cintas.
Cuando ya llevaba unas cuantas participaciones, me hice con mi primer trofeo: una cinta de color blanco por la que me dieron cinco duros, o sea, veinticinco pesetas (sírvanse ustedes a traducirlas a euros). Este éxito me dio la confianza suficiente para lograr en mi siguiente participación dos cintas más: una verde y otra rosa. Las tres colgaron durante varios años en la pared de mi habitación, cuales medallas olímpicas.
Se me antoja que hoy en día, dados los tiempos que corren para nuestro deporte favorito, sería harto difícil que pudiera conseguir aquellos premios. Si hoy volviera a tener mis nueve años y estuviera en la línea de salida de aquellas carreras de cintas, con mis nervios, mi G.A.C. de color rojo, mis maripís y mi lápiz entre los dientes, por toda equipación, seguro que a mi lado habría más de un aguerrido contrincante con un cuadro “full carbon”, ruedas de perfil alto “hiperligeras”, prendas de corte aerodinámico y, en lugar de lapicero o bolígrafo, una suerte de aparato diseñado para penetrar mejor en el aire y facilitar la introducción en la anilla de la cinta. Y seguramente las proezas logradas ese día, pasarían a engrosar su flamante palmarés, para loa de amigos, admiradores y allegados, desde sus páginas webs o blogs al uso.