Dadas las circunstancias, la fauna bicicletera capea el temporal como mejor puede. Estamos los que padecemos “aquafobia”, vamos, que no nos pillan en bici lloviendo ni por asomo. Otra cosa es que nos pille el chaparrón por esas carreteras y haya que volver a casa, por aquello de que se antoja misión imposible convencer a la parienta de que te venga a buscar con el coche. Es más, para que un “aquafobo” salga a entrenar, se tienen que dar una serie de circunstancias como que el cielo luzca el azul más intenso de su gama polícroma y que el asfalto de la calle no presente indicios evidentes de humedad. El “aquafobo” raramente se hace ciclista en latitudes específicas como Asturias, Cantabria, País Vasco, etc ... Entre sus congéneres es denominado, con cierta asiduidad, como “ciclista de salón”, pero en realidad, el “aquafobo” es un bicicletero al que podríamos denominar como “fino”. Es decir, elegante, atildado en el vestir y contrario a macular sus brillantes licras con el barro, aceite u otras impurezas que pudiera escupir la carretera. Es por ello, que no siente especial atracción por la disciplina bicicletera del montamblás (Nota de E.C.A.: Para los no iniciados, “montamblás” es el término con el que los carajillos definen la actividad de ir por caminos y montes con una bici de ruedas gordas, también denominada “tractor”), por aquello del polvo y demás inmundicias que regalan esos caminos.
Así las cosas, se imponen eternas jornadas de rodillo, bañadas en sudor, soñando con salir de nuevo a la carretera y sentir la caricia de la brisa en el rostro. Bueno, en Zaragoza, el hostión (con perdón) del cierzo en los morros, pero es igual. Hay quien no renuncia a ello, por muy malas que sean las expectativas meteorológicas imperantes y salen a la carretera con dos objetivos: entrenar y esquivar a las malintencionadas nubes. Para cumplir el segundo propósito, el interesado diseñará recorridos con múltiples variantes y alternativas que le permitan ser más sagaz que sus negras contrincantes. También es determinante a la hora de la consecución de tal fin, la disponibilidad horaria, porque Murphy también tiene algo que decir en todo esto y es curioso comprobar cómo las horas pluviosas por excelencia no tienen porqué coincidir con las de nuestro turno laboral necesariamente.
Para concluir, existe un tipo de ciclista con el que el “aquafobo” no tiene empatía alguna. Ese espécimen que no duda en salir a la carretera pese a que el hombre del tiempo prediga la segunda edición del Diluvio Universal, que no le importa que la parte trasera de su coulotte parezca una femera, que agradece las refrescantes gotas heladas que generosamente le regala la rueda trasera del ciclista que le precede, que incluso se divierte limpiando su bicicleta una y otra vez, dando gracias al cielo por ofrecerle la más húmeda de sus bendiciones ... El “aquafobo”, ante su presencia, acalla su conciencia pensando que es preferible perder un día de entrenamiento que una semana postrado en la cama con un trancazo de campeonato. Sin embargo, el “aquafilo” nunca enferma y acaba andando como un misil.