martes, 10 de agosto de 2010

La Patraña de los Niñatos


Aquel debía ser su año. Su gran oportunidad. La edición anterior, en la que acabó en segunda posición, demostró que era la más firme alternativa a ocupar el lugar más alto del podio final del Tour de Francia. En esta ocasión, las imponentes moles rocosas del Pirineo, se antojaban determinantes en el desenlace final de la carrera por etapas más importante del mundo y, en concreto, el coloso Tourmalet se erigía como el definitivo juez de la contienda. Sus rampas habían sido benevolentes con él e inmisericordes con sus más directos rivales que perdían más de cinco minutos por la cima. Las mismas rampas que descendía a toda velocidad sobre su bicicleta, imprimiendo toda la fuerza posible sobre los pedales e, incluso, ayudándose del peso de todo su cuerpo. Feliz conjunción de circunstancias que no iba a dejar desaprovechar para conseguir el objetivo que se le resistió la añada pasada, pese a tener el consuelo de tres victorias de etapa. Mas, de pronto, la realidad le sacudió cruelmente y tras un fugaz instante, se despertó de su sueño tirado sobre el asfalto. Apenas sentía dolor por el brutal golpe, pues sus sentidos estaban concentrados en volver a montarse en la bici. Sin embargo, en cuanto vio la horquilla de su maltrecha montura, se percató que la avería era casi irreparable. A duras penas, en ocasiones campo a través, pudo llegar andando hasta una herrería de la localidad más cercana, Santa María de Campán. Allí, bajo la atenta mirada de la Organización de la prueba que no dudó en sancionarle con diez minutos por pedir la ayuda de un niño que rondaba por el lugar, procedió a arreglar con sus propias manos la pieza dañada, lo que le supuso perder alrededor de cuatro horas y cualquier posibilidad de victoria para Eugène Christophe en aquel Tour de 1913

Diecinueve de julio de 2010. Han pasado casi cien años. Un siglo de gestas que han engrandecido al bello deporte del ciclismo. Un deporte de sacrificio, diferente al resto. Quizás esas particularidades son las que le han permitido sobrevivir a los muchos avatares que han sacudido sus cimientos en las últimas décadas.

Pero él, en esos momentos, era ajeno a todo lo que le rodeaba que no fuera su afán por aprovechar su gran oportunidad. La edición anterior, en la que acabó en segunda posición, demostró que era la más firme alternativa a ocupar el lugar más alto del podio final del Tour. Y durante el transcurso de la actual, había demostrado ser más fuerte que doce meses antes. Había ganado una etapa, distanciando por segunda ocasión a su gran rival en el primer final en alto, luego de hacerlo con anterioridad, camino de Arenberg, mientras su hermano se retorcía de dolor sobre unos lacerantes adoquines con la clavícula partida en dos. Portaba la túnica dorada que le distinguía como el mejor hasta ese momento. Todos los augurios se estaban cumpliendo y las jornadas pirenaicas iban a ser cruciales. El Tourmalet esperaba, ávido del sufrimiento de los ciclistas, a los contendientes al triunfo final en el Tour. Pero antes de rendir pleitesía al gigante pirenaico, debían cumplir con una exigente etapa de aproximación. Estaba pletórico y emanaba la confianza de sentirse fuerte, así que no dudó en lanzar un seco ataque en el último puerto de aquella jornada que rendía viaje en Bagneres de Luchon. Irguió su enjuta figura sobre su bicicleta y lanzó un poderoso demarraje, al que su principal rival, el vencedor de la edición anterior, no pudo responder inmediatamente. No quiso mirar hacía atrás, no lo necesitaba, su mirada estaba fija en la cima de aquel puerto de Balés. Sabedor de que su ofensiva estaba haciendo el daño deseado, se relamía ante la conjunción de circunstancias que le iban a llevar a ganar aquel Tour. Pero de repente, sus piernas se bloquearon, su bicicleta, tras levantar sus cuartos traseros bruscamente, cual equino indomable, se negó a acompañar a su dueño camino de la gloria. Una apresurada mirada a los pedales le devolvió una aterradora visión: la cadena de su máquina se había trabado merced, aparentemente, a una forzada maniobra de cambio. Apenas sintió la ráfaga de viento que movió su rival al pasar raudo por su lado. Nervioso, con movimientos torpes y precipitados, incapaz de solventar tamaña incidencia, no le quedó otra alternativa que bajarse de la bicicleta. Apenas unos segundos después, que se le antojaron eternos, tras recibir la ayuda de un auxiliar de equipo, volvió a cabalgar sobre su metálica montura. Llevado por el ímpetu que imprimía la rabia por lo desgraciado de la situación, fue adelantando corredores, pero a los que él quería pasar no los vio hasta unos instantes después de cruzar la línea de meta. Aquel día, Andy Schleck, perdió treinta y nueve segundos respecto a sus principales rivales y, algunos dicen, la victoria en aquel Tour de 2010.


Pero más que la pérdida de tiempo, parece ser que lo que más le dolió fue que sus rivales no tuvieran en cuenta su infortunio a la hora de plantearse sus postreros ataques ese día. Lo de menos es que algunos de los allí presentes silbaran, en señal de desaprobación, al nuevo portador del maillot amarillo, Alberto Contador. De todos es bien sabido que al público francés no le hacen especial gracia los ganadores. Buena fe de ello podrían dar, entre otros, Anquetil o, Lance Armstrong, que en las dos últimas ediciones ha vuelto a tener el favor de la afición gala, curiosamente las que no ha ganado. Decía que lo de menos son los pitos al líder, lo verdaderamente triste es que el mejor corredor de pruebas por etapas del momento y uno de los mejores de la historia del ciclismo, pida perdón esa misma noche, compungido, mintiendo, por haber defendido su opción de victoria en la carrera que iba a ganar por tercera vez, amén de un Giro y otra Vuelta. Sin duda, en el Olimpo Ciclista, los dioses se habrán rasgado las vestiduras y mesado sus cabellos y barbas ante tamaño sacrilegio. Alguno de ellos que todavía se halla entre los mortales, léase Hinault, desata su ira cuando ve en qué se ha convertido su Ciclismo, mientras falsas deidades ocupan hornacinas en templos dedicados al “Ciclismo de la Generación del Pinganillo”, donde los fieles rezan, con devoto fervor, oraciones de “fair play”.